Saiz Meneses: “El amor a María Auxiliadora nos ha de conducir a que Cristo ocupe el centro de vuestra vida”
Tras la Ascensión de Jesús al cielo, los apóstoles y todos los discípulos se sienten especialmente comprometidos con el envío misionero universal que les hace el Señor, pero saben que no están solos. La presencia de Jesús se manifiesta, ante todo, en la Eucaristía, que la Iglesia primitiva celebra con asiduidad para experimentar la cercanía permanente del Resucitado. Presencia también en la Palabra proclamada e interiorizada, que por la luz del Espíritu Santo se actualiza y ayuda a los discípulos a interpretar los signos de los tiempos. Presencia también, en los pobres y en aquellos que, según las propias palabras del Señor, tienen hambre y sed, están despojados o encarcelados (Mt 25, 31-46), necesitados en definitiva de la misericordia de Dios que se da a través de sus hijos. Pero la presencia de Jesús en medio de los discípulos, desde entonces y hasta ahora, también es clara y patente en María, su Madre. La presencia materna de María en medio de los apóstoles era para ellos memoria de Cristo: sus ojos llevaban grabado el rostro del Salvador; su corazón inmaculado conservaba sus misterios, desde la Anunciación hasta la Resurrección y la Ascensión al cielo, pasando por la vida pública, la pasión y la muerte. Los primeros cristianos, y las demás generaciones después, contemplamos con María y en María el rostro de Jesucristo.
No es extraño, por tanto, que si el auxilio en nuestras tribulaciones nos viene del Señor (Sal 120), también sus hijos miren a María y la invoquen como Madre Auxiliadora. Tal y como nos presenta la tradición teológica y mariológica de la Iglesia, la Stma. Virgen es intercesora y mediadora, y presenta a Dios los méritos de sus hijos, queriendo el Señor que por Ella también se derramen numerosos dones que alivian al pueblo peregrino, del que María forma parte, pero del que es también su modelo más acabado. Madre Auxiliadora porque, llamada por el Señor a cooperar en los misterios de la redención, fue destinada por Dios a distribuir los frutos de la redención misma. La Virgen María, que cooperó con Cristo para devolverle al ser humano la salvación, es decir, para auxiliar al ser humano en su drama más agudo, el pecado, está llamada siempre a disponer de ese mismo auxilio y a darlo a sus hijos en nombre de su Hijo nuestro Redentor. El Concilio Vaticano II, al hablar de María, incide en esta cuestión: “Por su amor materno, la Virgen cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se debaten entre peligros y angustias, hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso la bienaventurada Virgen María es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (Lumen Gentium 62).
El amor y la devoción a María Auxiliadora nos acercan a los auxilios y salvación de Jesucristo, y de María misma, por expresa voluntad del Señor, también obtenemos, no solo favores puntuales y concretos, sino, lo que es más importante, el ejemplo de seguimiento de Jesucristo, el mejor modelo para ser buenos discípulos suyos, asumiendo el Evangelio en nuestra existencia, pues solo Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Por lo tanto, la verdadera y recta devoción a María Auxiliadora no se conformará con obsequiar frecuentemente a la Virgen con las muestras de amor que realicemos a través de las oraciones y otros actos de piedad. Más aún, como en Caná de Galilea, se trata de escuchar a María y ser diligentes ante sus palabras: “Haced lo que mi Hijo os diga” (Jn 2, 5).
Por ello, el amor a María Auxiliadora nos ha de conducir a que Cristo ocupe el centro de vuestra vida. Es preciso dejarse aferrar por él y recomenzar siempre desde él. Todo lo demás ha de considerarse “pérdida ante la sublimidad del conocimiento de
Cristo Jesús” (Flp 3, 8). Configurar con Cristo nuestros sentimientos y nuestra forma de vida, como hizo María. Y conducirnos por la vida con la disponibilidad y humildad del Hijo de Dios. Disponibilidad y humildad que también muestra María en su sí a los planes de Dios.
La piedad hacia María Auxiliadora se convierte para todos sus devotos en ocasión de crecimiento en el amor a Dios y en el seguimiento de Jesucristo. Como decía S. Pablo VI en su encíclica Marialis Cultus, es imposible honrar a la “Llena de gracia” (Lc 1, 28) sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la comunión en El, la inhabitación del Espíritu (n. 57). María Auxiliadora está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre como prenda y garantía de que en una simple criatura (es decir, en María) se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre. Nuestra sociedad contemporánea, frecuentemente atormentado por la angustia y la soledad, encuentra en María Auxiliadora, y especialmente gracias al testimonio de la gran familia salesiana, una palabra de esperanza: la victoria de Jesucristo Resucitado, la victoria de la alegría y la belleza de la fe, la victoria de la vida sobre la muerte.
Al final de cada jornada, la Iglesia entera, en el rezo de las Completas culminando la Liturgia de las Horas, se pone en oración desde el corazón de cada persona que reza al Señor y da gracias por el día, en la alabanza y la súplica. La oración finaliza con la invocación a la Virgen, y en una de las antífonas se proclama: “Madre del Redentor… ven a socorrer al pueblo que te suplica y quiere levantarse”. Así hacemos presente el Auxilio de María cuando presentamos al Señor los trabajos y fatigas de cada jornada, pero también los múltiples dones y beneficios que de su generosidad y misericordia recibimos. Hagamos nuestra siempre esta plegaria, pidiendo a María Auxiliadora su intercesión para levantarnos y seguir peregrinando en esperanza hasta la Jerusalén del cielo.